26 jul 2022

La sombra de Anu

Hacía un frío de cojones cuando la mañana alcanzó a Baruch, todavía entumecido por el cansancio. Sólo llevaban unos días de asedio, pero la tienda ya hedía a sangre y sudor. Alargó la mano para coger el cuenco con agua para lavarse la cara, pero observó unos instantes una flema flotando, lo dejó en el suelo y salió al barullo del campamento rascándose la barba.

Admiró el trabajo de las catapultas mientras masticaba una tira fría y correosa de tocino. A unos cientos de metros, los cadalsos de la muralla norte ardían. Eran -habían sido- estructuras de madera situadas en lo alto de la muralla desde los que la guarnición del castillo había vertido agua hirviendo sobre los asaltantes. La piel cayéndose a tiras, las ampollas, el olor... había sido inhumano.

“¡Esta noche llenaremos nuestros sacos con las riquezas del Barón Altaro, nuestra tripa con su vino y nuestra cama con sus mozas!” celebró un soldado entre vítores de sus compañeros. Varios volvían de la primera línea, manchados de barro pero con la moral alta, encendida con la cercanía del asalto final. Formaban parte del grupo de mercenarios shemitas que habitualmente usaba el Rey Strabonus de Koth en su interminable guerra contra Khoraja simplemente porque éste se apoyaba a su vez en los zaheemi, otra etnia shemita.

Dejó a sus compañeros de armas hablando de lo que haría con las prisioneras. Mientras atravesaba el centro del campamento vio el pabellón del Conde Sergius, un aristócrata segundón con unas gotas de sangre real pero sin apenas riquezas, que había destacado como guerrero y había conseguido reunir bajo su pendón un pequeño ejército mercenario. En ese momento el toque de corneta volvía a llamar a filas a los ingenieros. En cuanto las catapultas cesasen llamarían a los peones veteranos para formar la vanguardia del asalto y él era uno de ellos. Miró con disgusto la pesada cota de mallas que iba a vestir.

Baruch sintió que la puerta cedía bajo el golpe del ariete y una lluvia de flechas les dio la bienvenida. Uno de sus camaradas, justo delante de él, cayó al suelo con una flecha clavada en su garganta. Saltó por encima de su moribundo compañero, con el escudo enfrentado a sus enemigos, y corrió con rapidez hacia el umbral.

Varios filos chocaron contra su armadura y uno de ellos hizo que su casco volase por los aires, pero salió indemne. Una vez superada la primera línea, giró sobre sí mismo soltando un tajo a baja altura, seccionado músculos y tendones de uno de sus adversarios. Cubriéndose con el escudo, avanzó manteniendo a distancia sus enemigos con su cimitarra.

No le resultó difícil esquivar a los lanceros y dejó atrás la contienda. Tenía una misión mucho más importante, alcanzar el templo de Anu, el dios-toro, y hacerse con la joya de la testa de la estatua que presidía el altar. Su patrón, un misterioso hechicero llamado Peltias, había sido muy preciso en cuanto a su encargo.

Jadeante, frente a las puertas del templo, Baruch observó a los dos guardias muertos en la escalinata del templo. Limpió en silencio su hoja con la capa de uno de ellos mientras miraba sin ver las columnas de humo que empezaban a ascender en las zonas de la ciudad donde el pillaje había comenzado.

El interior estaba oscuro y el ruido de la calle quedaba amortiguado en los salones del dios Anu, cabeza del panteón shemita y padre de la diosa Ishtar. “Dulce Ishtar” murmuró casi sin darse cuenta, mientras penetraba en el recinto más y descubría la estatua de 4 metros de altura con atributos de hombre y de toro al mismo tiempo. Frente a él, un altar donde quemar incienso y una tarima con una argolla donde amarrar los bueyes durante los sacrificios. Tal y como había descrito Peltias, la cabeza astada de la efigie lucía una gran gema engastada en su frente.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Baruch trepó con agilidad por el ídolo. Encaramado en los hombros de piedra, su daga reluciente empezó a tantear el punto óptimo donde ejercer presión para sacar la joya. En ese momento oyó un leve chapoteo.

En silencio mortal levantó la mirada y escrutó la oscuridad. Los latidos de su corazón, que golpeaban el pecho y las sienes cada vez con más urgencia, casi se pararon al ver como una sombra informe y pulsante cobraba vida y reptaba de entre la negrura del santuario.

Como un charco de suciedad oleosa, aquello avanzaba lenta e inexorablemente, impulsado con pseudópodos babeantes y un instinto preternatural, hacia Baruch, que se afanaba en obtener el objeto de su encargo. La gema se desprendió de su base con un chasquido seco justo cuando la sombra tocó la estatua y el shemita dio un gran salto fuera del alcance de aquel horror.

De aquella oscuridad móvil empezó a emerger una forma hecha con la misma sustancia, una sombra con atributos humanos, ¡con piernas para perseguir y brazos para estrangular!

Baruch pasó la gema a la mano izquierda, desenvainó nervioso su cimitarra y esperó la acometida de aquel ser sin rostro que le cerraba el paso. Unas manos borrosas se lanzaron a su garganta y la cimitarra las cortó con facilidad, pero al mismo tiempo varios tentáculos surgieron de aquel torso y asieron primero piernas y después brazos.

La cosa empezó a formar una abertura en el centro, llena de negrura y dientes, mientras los tentáculos se hacían más gruesos y fuertes. Mientras el soldado era arrastrado hacia las monstruosas fauces, este trataba desesperadamente de soltarse de su presa, aferrado a los pseudópodos con sus manos desnudas.

Justo cuando iba a sucumbir un débil rayo de luz se reflejó en el acero de la cimitarra, olvidada en el suelo, e impactó en él demonio. Con un aullido sordo el ser hecho de sombras se replegó sobre sí mismo y soltó al shemita. Este aprovechó la ocasión para localizar su escudo y correr hacia él.

Calculando el ángulo adecuado para que la luz que entraba por la puerta del templo se dirigiese a donde estaba la sombra, Baruch buscó con la mirada la gema. Calculó rápidamente sus posibilidades y decidió escapar de ahí, sin gema pero con su vida y su cordura más o menos intactas.

En el exterior, el fragor de la batalla le acogió con una cálida bienvenida. Juró nunca más volver a trabajar en asuntos de brujos y hechiceros.

Escrito el 22 abril 2020 y publicado originalmente en La Ira de Crom el 25 de abril de 2020.


26 nov 2016

Cementerios de Madrid

Historia de los cementerios

Todos lo sabemos y hasta los poetas lo plasman en sus obras: la muerte es lo único que a todos nos iguala, pero al igual que en vida, en la muerte siguen existiendo las clases. De este modo los nobles se enterraban en impresionantes panteones o ad eternum en hermosos sepulcros de mármol en el interior de las iglesias o monasterios. Sin olvidarnos de los más afortunados que alcanzaban el privilegio de fijar su eterna morada en el interior de las catedrales (asegurándose así un lugar en el Paraíso, al haber sido inhumados en tierra Santa). Pero las clases medias tenían que conformarse con una sepultura en el suelo de las iglesias bajo una losa de piedra, mientras que las clases más bajas eran enterradas en los cementerios al aire libre situados junto a las pequeñas iglesias parroquiales. Los más desfavorecidos (pobres, mendigos e indigentes) que fallecían en hermandades y hospitales encontraban su eterno descanso en los cementerios de dichas instituciones.

Un caso aparte son las muertes en circunstancias "especiales". A los suicidas se les solía enterrar en la parte norte de los cementerios, a la sombra de la iglesia donde no se colocaban otras tumbas, por ser la zona más fría y desagradable; y a los criminales ajusticiados se le enterraba (o dejaban expuesto el cadáver para dar ejemplo) en las encrucijadas de los caminos para evitar que el alma atormentada encontrara el camino de regreso al pueblo (práctica que ocasionalmente también se aplicaba a los suicidas). Los niños nonatos o neonatos no bautizados también tenían su lugar especial lejos del resto de los difuntos.

La costumbre de enterrar a los difuntos dentro de las iglesias comenzó, en España, en el siglo XIII y duró hasta el siglo XIX. Antes las inhumaciones se hacían en las necrópolis situadas fuera de las poblaciones, pero todos deseaban reposar cerca de las reliquias de los Santos, porque así, con su proximidad a los ojos de Dios, participarían de algún modo de la santidad de Mártires y Santos. También se creía que era útil que los sepulcros estuvieran en la iglesia a la vista de los fieles y así, éstos, al ver las sepulturas de sus familiares difuntos, se acordarían de los ellos para incluirlos en sus plegarias.

Pero esta costumbre planteaba un importante problema: ¿Cómo se podía enterrar durante siglos a tan elevado número de personas en el espacio tan limitado y reducido de una iglesia?. Y la respuesta es tan lógica como macabra: efectuando la denominada "monda de cuerpos". Dicha operación consistía en exhumar los cadáveres (al cabo de cierto tiempo) y separar los huesos (que se depositaban en el osario del templo) de la carne putrefacta, la cual se mezclaba con la tierra de la tumba para que terminara su descomposición y poder volver a enterrar en el mismo lugar al cabo de relativamente poco tiempo. Estas practicas eran muy desagradables (por los fétidos hedores que durante ella se producían y que se extendían por toda la iglesia) además constituir un problema de insalubridad que se agudizaban en las zonas del fondo de las iglesias a causa del aumento demográfico, pues es donde se daba sepultura a los pobres y a los niños. Y aunque había otras causas para las epidemias, la iglesia se convertía también en un lugar propicio para su propagación.

En marzo de 1781 una terrible epidemia de peste asoló España, comenzando, al parecer, en Guipúzcoa, en la parroquia de Pasajes, a causa del elevado número de cadáveres enterrados. Según las crónicas de la época, hubo 83 muertes a causa del hedor intolerable que exhalaba la iglesia por la enorme cantidad de cadáveres sepultados allí, y que hizo necesario cerrar sus puertas y desmontar el tejado para proporcionarles ventilación. Este fue el detonante que hizo que Carlos III promulgara la Real Cédula de 3 de abril de 1787 por la que se prohibía el enterramiento en las iglesias y restablecía el uso de cementerios al aire libre (habiendo creado el año anterior, para probar, los cementerios de los Reales Sitios de El Pardo y La Granja).

Pero ni con la indulgencia plenaria de 80 días que concedía el Arzobispo de Toledo (Francisco Antonio Lorenzana) a los que asistieran a los enterramientos en los nuevos cementerios, ni asegurando que la resurrección de los difuntos allí enterrados seria igual que la de los que reposaban en las iglesias se consiguió que el pueblo aceptara esta ley. Se volvió a intentar (de nuevo sin éxito) en 1799, y fue en 1804 cuando nuevas epidemias que provocaron una masiva mortandad obligaron a tomar medidas drásticas. Así se proyectaron cuatro camposantos municipales (uno en cada punto cardinal) en los alrededores de Madrid (pagando para ello el Ayuntamiento 400.000 reales de los fondos municipales). Por Real Decreto de 4 de marzo de 1808, se prohibió el enterramiento en las iglesias.

Finalmente solo se construyeron dos de los cuatro proyectados, llamados Cementerios Generales del Norte (en 1811) y del Sur (en 1809). Y aunque la medida seguía sin agradar a la población, las cofradías Sacramentales que, por orden del Papa Pío V, existían en todas las parroquias Cristianas, salieron al paso, creando pequeños cementerios para sus cofrades, que posteriormente se fueron ampliando. La primera fue la Sacramental de San Isidro, conocida también como de San Pedro, San Andrés y Ánimas Benditas. Así, los cementerios de las Sacramentales fueron cuidados y ampliados mientras que los municipales se descuidaron y quedaron parcialmente abandonados, ya que nunca habían sido del agrado de la Iglesia. Estos cementerios se construyeron por todo Madrid. Cuatro en la zona de Arapiles (General del Norte, San Ginés y San Luis, Patriarcal y San Martín, más al norte), dos más junto a la calle Méndez Álvaro (San Nicolás y San Sebastián) y otro cruzando el Puente de Toledo (Cementerio General del Sur). El ensanche de Carlos María Castro de mediados del siglo XIX ya preveía la desaparición de los situados en Méndez Álvaro (para ampliar el barrio de Delicias) y en 1884, al mismo tiempo que se inaugura la Necrópolis del Este o Cementerio de la Almudena, el ministro Francisco Romero Robledo ordena el cierre de todos los cementerios sacramentales (solo permaneció el de San Martín, que siguió funcionando con normalidad hasta principios del siglo XX).

El cierre de estos camposantos origino una serie de lúgubres descampados llenos de sepulturas y panteones olvidados en los alrededores de la glorieta de Quevedo. Incluso, en 1994, en las obras de un colector para el aparcamiento de la plaza del Conde del Valle de Suchil, se encontró una galería de ladrillo, piedra y cal (con unas dimensiones de 3,5 metros de alto por 1,20 de ancho y a 12 metros de profundidad) con unos 650 esqueletos humanos. En el primer momento se pensó que era una fosa común de la guerra civil, pero pronto se comprobó que era el osario del desaparecido cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis. Hoy en día existen en Madrid veinte cementerios y aunque se desconoce cual puede ser el más antiguo, en una olvidada lápida del cementerio del antiguo pueblo de Vallecas se puede leer una inscripción que data de 1750, siendo de esta misma época son los de Carabanchel y Fuencarral. El camposanto más antiguo de dentro de la ciudad es el de San Isidro, de 1811 y el más moderno, el del Sur de 1976.

También es interesante señalar que en Madrid se sabe que existió al menos un cementerio visigodo, una necrópolis del siglo VI descubierta en el actual barrio de Valdeacederas durante la década de 1930 por el hallazgo de diversos objetos visigodos como broches, hebillas y una fíbula. Igualmente hubo un cementerio musulmán en la zona de la plaza de la Cebada, aunque no se conoce su ubicación exacta, es posible que estuviera situado bajo el mercado de dicha plaza, a las afueras del antiguo recinto amurallado árabe y cristiano.

Antiguos Cementerios de Madrid

Cementerio General del Norte (Cementerio de la Puerta de Fuencarral)
Fue el primero en construirse y se ubicaba entre las calles de Magallanes, Fernando el Católico, Rodríguez San Pedro y la plaza del Conde del Valle de Suchil. Su autor Juan de Villanueva introdujo el sistema de nichos tomando la idea del cementerio de Lachaise (París) y su construcción se extendió desde 1804 hasta 1809 (las obras se interrumpieron durante la guerra de la Independencia). En su entrada principal (donde actualmente está la calle de Magallanes) se colocó una monumental cruz de piedra procedente del Calvario de Leganitos y que se perdió cuando se demolió el cementerio. En su interior se construyó una capilla neoclásica sirvió como parroquia y el cementerio tuvo que ampliarse en dos ocasiones. En 1837 fue enterrado en este cementerio Mariano José de Larra, cuyos restos se trasladaron en 1852 al cementerio de San Nicolás (también desparecido) y actualmente reposa en el cementerio de San Justo. Este cementerio desapareció a principios del siglo XX y en la actualidad se levantan allí viviendas y el complejo comercial de Arapiles.

Cementerio General del Sur (Cementerio de la Puerta de Toledo)
Se construyó al no poder absorber el del Norte todas las bajas de la guerra de la Independencia por orden de José I. Se ubicó fuera de la Puerta de Toledo pasado el río entre las carreteras antiguas de Carabanchel y Getafe, en el alto de Opañel. Se inauguró en 1810 y en 1821 ya estaba en mal estado por su apresurada construcción. Se dividía en 8 cuarteles, uno por cada parroquia de su circunscripción: San Lorenzo, San Pedro, San Millán, Santa Cruz, San Sebastián, San Justo y San Andrés y el último para los Reales Hospitales. En su centro se hallaba una hermosa cruz diseñada por Ventura Rodríguez en 1773. El cementerio abandonado era pasto de pájaros y perros que atacaban los restos recién inhumados, hasta que en 1818 se restauraron las cercas y se construyo la capilla de la que carecía hasta el momento. Este cementerio se conocía como el de "los ajusticiados" pues allí acababan los ejecutados en la plaza de la Cebada, como el famoso bandolero Luis Candelas. Se amplió varias veces y se cerró en 1884, y a pesar de la evidente ruina en 1905, siguió funcionando ya que no interfería en los planes de ampliación urbanística. Fue derribado en 1942 y los restos que allí quedaban se trasladaron al cementerio de la Almudena. Hoy en día su espacio esta ocupado por viviendas de nueva construcción y un conjunto de instalaciones deportivas separadas del cementerio Sacramental de San Lorenzo y San José por una simple tapia..

Cementerio de la Sacramental de San Salvador, San Nicolás y Hospital de la Pasión
En 1818 se autoriza a la Sacramental del San Nicolás la construcción de un cementerio. Un año después la Sacramental de San Sebastián compra terrenos para construir su camposanto que se hallaba junto al de la Archicofradía Sacramental del Hospital de la Pasión. La sacramental de San Salvador, San Nicolás de Bari y Hospital de la Pasión (también llamada San Nicolás) se construyo entre 1818 y 1819 entre las calles de Méndez Álvaro, Áncora, Bustamante y Vara de Rey, y su estructura constaba de dos patios. La inauguración oficial se produce en 1825 cuando los cofrades trasladaron al camposanto los restos del fundador de la Sacramental (Jacinto Sánchez Brizuela, Comisario del Santo Oficio fallecido en 1675). En 1841 se depositan en una capilla los restos de Calderón de la Barca (procedentes de la derribada iglesia de San Salvador situada en la calle Mayor) y posteriormente se inhumaron aquí personajes como Espronceda (hoy en el cementerio de San Justo) o Martínez de la Rosa. La última persona enterrada fue la actriz italiana Carolina Civilli. El "Monumento de la Libertad" erigido en 1857 que contenía los restos de Muñoz Torrero, Mendizábal y Calatrava (entre otros) se traslado al Panteón de Hombres Ilustres (donde se encuentra hoy en día) cuando el cementerio se demolió en 1912. En parte del solar que ocupó se encuentra la antigua fábrica de cervezas "El Aguila", convertida en la actualidad en el "Archivo Regional de la Comunidad de Madrid" y la "Biblioteca Regional de Madrid Joaquín Leguina".

Cementerio de la Sacramental de San Sebastián
Situado entre las calles de Méndez Álvaro, Canarias, Vara de Rey y Ramírez de Prado se construyo en 1821. Tenía cuatro patios: San Sebastián, Nuestra Señora de la Concepción, San Pedro y San Pablo, a los que posteriormente se añadió uno más, el de San Andrés Avelino. Hoy su solar esta ocupado por la antigua fabrica de cervezas "El Aguila" y el antiguo edificio de la "Standard Eléctrica" (que hoy en día está ocupado en parte por el edificio "Alcatel" y por nuevas viviendas, pero todavía queda parte del solar por urbanizar).

Cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis
Ubicado entre las calles de Magallanes, Fernando el Católico, Vallehermoso y Donoso Cortés. Se erigió en 1831 y se reformo y amplió en 1846. Según cuentan, era uno de los cementerios más bellos por su frondoso y florido jardín además de sus pabellones porticados con columnas y su impresionante fachada. Algunos de sus ilustres moradores (entre los que se encontraban nombres como Bretón de los Herreros o Hartzenbusch) fueron salvados por la Sociedad de Escritores y Artistas tras su clausura en 1884. Actualmente su solar está ocupado por bloques de viviendas.

Cementerio de San Martín y San Ildefonso
Estaba entre la avenida de Filipinas y las calles Santander, Juán Vigón y Jesús Maestro. Se construyó en 1849 para sacramental de la Archicofradía Sacramental de San Martín y San Ildefonso. Poco después ya era uno de los cementerios más importantes y el más grande de la zona. Sus cuatro patios estaban dedicados a Santo Domingo, San Ildefonso, Nuestra Señora de la Paz y Santísimo Cristo. Se cerró como los demás en 1884 pero se siguió enterrando allí hasta 1902, pues su ubicación hizo que fuera el último en desaparecer. En 1926 se pensó mantenerlo como jardín, derribando los nichos y conservando la capilla, además de añadir esculturas de alcaldes y fuentes ornamentales, pero este proyecto nunca vio la luz, e incluso durante la guerra civil sus nichos sirvieron de refugio. Hoy en día su solar esta ocupado por instalaciones deportivas y el estadio de Vallehermoso.

Cementerio de la Patriarcal
Se alzaba entre las calles de Joaquín María López, Vallehermoso, Donoso Cortés y Magallanes. Se inauguró en 1849 promovido por la Congregación del Santísimo Cristo de la Obediencia y Hermandad Real de Palacio, y solo tenía un patio rodeado de nichos. Entre otros, aquí se enterró a Hilarión Eslava, Joaquín Gaztambide y los restos de los fusilados del 2 de mayo de 1808 que descansaban en el patio de la iglesia del Buen Suceso, que fueron trasladados a este cementerio cuando dicha iglesia se derribó a mediados del siglo XIX. Aunque cerrado en 1884 no se demolió y hasta los niños lo utilizaban para sus juegos siendo conocido popularmente como "el campo de las calaveras" pues hasta después de la guerra civil se podían ver más allá de donde se ubica la calle Cea Bermudéz restos humanos y féretros destrozados procedentes, probablemente, del vaciado de la fosa común. El Parque Móvil Ministerial se inaugura en 1952 en el lugar que ocupaba este cementerio.

Cementerio de la Buena Dicha
Pertenecía al hospital (erigido en 1594) del mismo nombre y se situaba en su parte trasera. Su tapia daba a la actual calle Libreros y tan solo poseía un ciprés. Allí se enterró a Manuela Malasaña entre otras victimas del 2 de mayo. Hospital y cementerio desparecieron en 1917 para dejar su lugar a la actual iglesia de la Buena Dicha.

Cementerio del Retiro
Construido entre las calles de Alfonso XII, el paseo de Coches, el Parterre y el Campo Grande, frente al Huerto del Francés. En 1787 se proyecta una capilla dedicada a San Fernando para homenajear a los caídos en la Independencia Nacional y se construye por orden de Carlos III para dar sepultura a los héroes de la Independencia y a los trabajadores del propio parque. Desaparece en 1874 cuando se construye el paseo de Fernán Núñez y se ajardina su solar. En la extensión que ocupaba, hoy en día se erigen el Palacio de Cristal, el Palacio de Velázquez y el la estatua del Ángel Caído (único monumento en el mundo consagrado al Satanás).

Cementerio de Chamartín de la Rosa
Se enclavaba entre los actuales aparcamientos de la estación de Chamartín y el antiguo edificio de Seat. Todos los que aquí descansaban se trasladaron a la Almudena, aunque cuando se construyó el aparcamiento las fosas (ya exhumadas) permanecieron abiertas durante años hasta que en 1978 se cegaron todas ellas y se construyó un campo de fútbol.

Otros cementerios
Muchos otros pequeños camposantos existieron antes de que se retomara la costumbre de volver a construirlos fuera de la ciudad, pues las iglesias y sacramentales los tenían junto a sus edificios. De este modo, en el cementerio de la iglesia de San Andrés (actual plaza de San Andrés) se enterró a San Isidro, cuyo cuerpo incorrupto años después se trasladó al interior de la misma.

El de la iglesia de San Sebastián estaba situado detrás de la misma, donde se unen la calle Huertas y San Sebastián (hoy su lugar lo ocupa un comercio) fue escenario de una escena sobrecogedora, pues tras dar sepultura al cuerpo de la conocida actriz María Ignacia (llamada "la divina"), su amante el escritor José Cadalso (autor de obras como Noches Lúgubres o Los eruditos a la violeta) incapaz de soportar la soledad que la muerte de su amada le produjo volvió una noche al camposanto para desenterrar su cuerpo, siendo sorprendido por la policía en plena acción, y gracias a los cuales depuso su actitud para regresar a su casa.

En la plaza del Carmen estuvo el cementerio de la desparecida iglesia de San Luis Obispo (que se encontraba en la calle Montera esquina a San Alberto donde hoy se erige un local comercial).

El camposanto de la iglesia de San Ginés se encontraba donde hoy está su atrio de entrada y de él se dice que se desenterraron e incineraron muchos huesos durante el periodo de la Inquisición porque mucha gente estaba emparentada con judíos a través de los familiares que allí reposaban.

A principio del sigo XVII en la calle Silva había un cementerio para pobres que pertenecía a la iglesia-convento de San Martín.

Igualmente los hospitales tenían también sus propios cementerios destinados a los que fallecían en sus instalaciones y que no podían costarse su propia sepultura. Así, el Hospital General que se encontraba en la confluencia de la calle Atocha con la glorieta del Emperador Carlos V, tenía su camposanto detrás, donde actualmente se enclava en Centro Nacional Reina Sofía (en 1990 durante unas obras de rehabilitación de dicho museo se encontraros restos procedentes del osario de este cementerio).

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