Hacía un frío de cojones cuando la mañana alcanzó a Baruch, todavía entumecido por el cansancio. Sólo llevaban unos días de asedio, pero la tienda ya hedía a sangre y sudor. Alargó la mano para coger el cuenco con agua para lavarse la cara, pero observó unos instantes una flema flotando, lo dejó en el suelo y salió al barullo del campamento rascándose la barba.
Admiró el trabajo de las catapultas mientras masticaba una tira fría y correosa de tocino. A unos cientos de metros, los cadalsos de la muralla norte ardían. Eran -habían sido- estructuras de madera situadas en lo alto de la muralla desde los que la guarnición del castillo había vertido agua hirviendo sobre los asaltantes. La piel cayéndose a tiras, las ampollas, el olor... había sido inhumano.
“¡Esta noche llenaremos nuestros sacos con las riquezas del Barón Altaro, nuestra tripa con su vino y nuestra cama con sus mozas!” celebró un soldado entre vítores de sus compañeros. Varios volvían de la primera línea, manchados de barro pero con la moral alta, encendida con la cercanía del asalto final. Formaban parte del grupo de mercenarios shemitas que habitualmente usaba el Rey Strabonus de Koth en su interminable guerra contra Khoraja simplemente porque éste se apoyaba a su vez en los zaheemi, otra etnia shemita.
Dejó a sus compañeros de armas hablando de lo que haría con las prisioneras. Mientras atravesaba el centro del campamento vio el pabellón del Conde Sergius, un aristócrata segundón con unas gotas de sangre real pero sin apenas riquezas, que había destacado como guerrero y había conseguido reunir bajo su pendón un pequeño ejército mercenario. En ese momento el toque de corneta volvía a llamar a filas a los ingenieros. En cuanto las catapultas cesasen llamarían a los peones veteranos para formar la vanguardia del asalto y él era uno de ellos. Miró con disgusto la pesada cota de mallas que iba a vestir.
Baruch sintió que la puerta cedía bajo el golpe del ariete y una lluvia de flechas les dio la bienvenida. Uno de sus camaradas, justo delante de él, cayó al suelo con una flecha clavada en su garganta. Saltó por encima de su moribundo compañero, con el escudo enfrentado a sus enemigos, y corrió con rapidez hacia el umbral.
Varios filos chocaron contra su armadura y uno de ellos hizo que su casco volase por los aires, pero salió indemne. Una vez superada la primera línea, giró sobre sí mismo soltando un tajo a baja altura, seccionado músculos y tendones de uno de sus adversarios. Cubriéndose con el escudo, avanzó manteniendo a distancia sus enemigos con su cimitarra.
No le resultó difícil esquivar a los lanceros y dejó atrás la contienda. Tenía una misión mucho más importante, alcanzar el templo de Anu, el dios-toro, y hacerse con la joya de la testa de la estatua que presidía el altar. Su patrón, un misterioso hechicero llamado Peltias, había sido muy preciso en cuanto a su encargo.
Jadeante, frente a las puertas del templo, Baruch observó a los dos guardias muertos en la escalinata del templo. Limpió en silencio su hoja con la capa de uno de ellos mientras miraba sin ver las columnas de humo que empezaban a ascender en las zonas de la ciudad donde el pillaje había comenzado.
El interior estaba oscuro y el ruido de la calle quedaba amortiguado en los salones del dios Anu, cabeza del panteón shemita y padre de la diosa Ishtar. “Dulce Ishtar” murmuró casi sin darse cuenta, mientras penetraba en el recinto más y descubría la estatua de 4 metros de altura con atributos de hombre y de toro al mismo tiempo. Frente a él, un altar donde quemar incienso y una tarima con una argolla donde amarrar los bueyes durante los sacrificios. Tal y como había descrito Peltias, la cabeza astada de la efigie lucía una gran gema engastada en su frente.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Baruch trepó con agilidad por el ídolo. Encaramado en los hombros de piedra, su daga reluciente empezó a tantear el punto óptimo donde ejercer presión para sacar la joya. En ese momento oyó un leve chapoteo.
En silencio mortal levantó la mirada y escrutó la oscuridad. Los latidos de su corazón, que golpeaban el pecho y las sienes cada vez con más urgencia, casi se pararon al ver como una sombra informe y pulsante cobraba vida y reptaba de entre la negrura del santuario.
Como un charco de suciedad oleosa, aquello avanzaba lenta e inexorablemente, impulsado con pseudópodos babeantes y un instinto preternatural, hacia Baruch, que se afanaba en obtener el objeto de su encargo. La gema se desprendió de su base con un chasquido seco justo cuando la sombra tocó la estatua y el shemita dio un gran salto fuera del alcance de aquel horror.
De aquella oscuridad móvil empezó a emerger una forma hecha con la misma sustancia, una sombra con atributos humanos, ¡con piernas para perseguir y brazos para estrangular!
Baruch pasó la gema a la mano izquierda, desenvainó nervioso su cimitarra y esperó la acometida de aquel ser sin rostro que le cerraba el paso. Unas manos borrosas se lanzaron a su garganta y la cimitarra las cortó con facilidad, pero al mismo tiempo varios tentáculos surgieron de aquel torso y asieron primero piernas y después brazos.
La cosa empezó a formar una abertura en el centro, llena de negrura y dientes, mientras los tentáculos se hacían más gruesos y fuertes. Mientras el soldado era arrastrado hacia las monstruosas fauces, este trataba desesperadamente de soltarse de su presa, aferrado a los pseudópodos con sus manos desnudas.
Justo cuando iba a sucumbir un débil rayo de luz se reflejó en el acero de la cimitarra, olvidada en el suelo, e impactó en él demonio. Con un aullido sordo el ser hecho de sombras se replegó sobre sí mismo y soltó al shemita. Este aprovechó la ocasión para localizar su escudo y correr hacia él.
Calculando el ángulo adecuado para que la luz que entraba por la puerta del templo se dirigiese a donde estaba la sombra, Baruch buscó con la mirada la gema. Calculó rápidamente sus posibilidades y decidió escapar de ahí, sin gema pero con su vida y su cordura más o menos intactas.
En el exterior, el fragor de la batalla le acogió con una cálida bienvenida. Juró nunca más volver a trabajar en asuntos de brujos y hechiceros.
Escrito el 22 abril 2020 y publicado originalmente en La Ira de Crom el 25 de abril de 2020.